Pero un día algo cambió. De pronto, alguien vio venir un cambio inusitado en las formas de vida de aquel país y habló del estallido de la burbuja inmobiliaria, por lo que pronto todos los medios pusieron la atención en los tipos de interés, en las hipotecas y en el ladrillazo, términos hasta entonces amigables y bien considerados. Esos términos, como por arte de magia, fueron convirtiéndose en monstruosos y se tornaban en gigantescos, malolientes y malvados. Como de una invasión se tratase, perseguían a la inmensa mayoría de los que se habían familiarizado con ellos, que huían atemorizados por el miedo a ser devorados, pisoteados, escupidos.
La banca, otro enemigo colosal, levantó la voz, para advertir a los señoritos del poder que no iban a dejarse ganar. A ellos no les quedó otra opción que dejarles paso, pues ellos mismos estaban endeudados y no sabían cuán voraces podrían llegar a ser.
De este modo, aquel país vivió unos años muy duros, con recortes muy arraigados en sectores tan elementales como la sanidad o la educación y, como era de esperar, el pobre ciudadano de a pie tuvo que pagar las consecuencias de los abusos de antaño. Al pequeño comerciante le subieron los impuestos hasta prácticamente la asfixia. A los jubilados le congelaron no sólo la pensión sino hasta la casa. A quienes perdieron su trabajo y no tuvieron con qué responder a los bancos les quitaron la casa, el sueño y la felicidad. A los señoritos del poder... no les ocurrió nada. Lo más que les pasó a algunos es que dejaron de estar en el poder (¡menuda desgracia!). Ellos habían prometido reformas para solucionar la situación de agonía que vivía el país, pero no atajaron el mal desde la raíz, pues uno de los principales agujeros por donde se le escapaba al Estado dinero a raudales se llamaba economía sumergida. Nadie hablaba de ella, todos lo evitaban. Públicamente, nadie se quiso enfrentar a ella porque era tan poderosa, tan omnipresente y tan descomunal que se hacía respetar, sobre todo en una zona muy concreta de aquel país. Pobre país. Nadie quería ser trabajador por cuenta propia, todos querían chupar del bote, preferían trabajar a puerta cerrada y defraudar a Hacienda para ahorrar de verdad, como ya nadie puede. ¿Acaso los gurús de la economía y los señoritos del poder no sabían de aquello? ¿Cómo era posible?
Pues eso era lo que ocurría en El país de Nunca Jamás. Que, por cierto, me recuerda mucho a otro país bien conocido. Dichoso el que paga y no defrauda.
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