No recuerdo en qué programa, pero
ayer escuché en la radio que cada día hay mayor número de ricos en el mundo.
Ese titular me llamó la atención. Por un lado, me dije: “si lo dicen en un
programa informativo, será cierto”. Pero por otra parte, vi en el titular y el
contenido de la noticia un matiz un tanto paradójico. Así que, teniendo en
cuenta que los números no son mi fuerte y respetando al autor de aquel texto
radiofónico, lancé un: “será al revés, cada día crece el número de pobres”. También
es cierto. Cada día, los ricos son más ricos, y los pobres, más pobres. Es
decir, se está produciendo un fenómeno generalizado en muchos lugares de
Europa: la clase media, tal y como la conocíamos, tiende a desaparecer si nada ni
nadie lo remedia.
Este hecho no me transmite buenas
vibraciones ni esperanzas, sino una desazón y una inquietud que aumenta
progresivamente. Según cifras oficiales, en España uno de cada cuatro niños vive
en situación de pobreza, y la mitad de los jóvenes no tiene empleo, por lo que
actualmente existen escasas expectativas de cambio en el horizonte de la clase
media. El paro se ceba con aquellos que un tiempo atrás gozaron de una buena
posición social y económica y los arroja a un entorno desolador, desconocido y
desconcertante: la pobreza.
Estos nuevos rostros de la
pobreza no se corresponden con el estereotipo que teníamos; no son harapientos
o mendigos, no tienen nada en común con la imagen mental del ideario común. Los
nuevos pobres visten de marca –hace meses se lo podían permitir-, muchos de
ellos han cursado estudios universitarios y han copado puestos de trabajo de
relevancia. Son personas cultas que han dejado de asistir a teatros y
espectáculos en los grandes auditorios inaugurados en plena burbuja inmobiliaria.
Esos auditorios en los que las arañas tejen majestuosos telones a su antojo
porque hoy dormitan; ya no pueden acoger grandes eventos audiovisuales ni
culturales por no haber liquidez para sufragar los gastos ni abonar el caché de
los artistas.
Estos nuevos pobres deciden cada
día si pagar la hipoteca para evitar la dureza del desahucio o comer. Los que
eligen la primera opción, asisten cabizbajos a los comedores sociales a diario,
donde por menos de un euro tienen un plato caliente que les entretiene el
estómago. Un incontrolado e inoportuno sentimiento de vergüenza, malestar y
culpabilidad se ceba con ellos. En muchos de los casos, van acompañados de sus
hijos, unas criaturas que, de la noche a la mañana y sin comprender cómo ni por
qué han pasado de exigir un nuevo mp4 a vestir de la caridad; de estar internos
en un colegio privado trilingüe a cambiar de amigos y de centro escolar.
Uno de los rasgos más destacables
de mi carácter es la continua lucha por sacar siempre algo positivo de todo lo
negativo que me pueda ocurrir. Creo que de todas las situaciones adversas que
vivimos podemos extraer al menos la enseñanza, la lección después del error.
Por este motivo, si algo positivo se puede sacar de esta situación es que los
valores que van a tener estos niños y adolescentes van a ser, probablemente,
mucho más puros y prudentes que los que tiempo atrás tuvieron; pensarán dos
veces las cosas y tomarán las decisiones con la mente en frío. Habrán aprendido
que las cosas materiales pueden desaparecer fugazmente, pero una mente
amueblada siempre permanecerá, por encima de las crisis, del paro y de las
necesidades materiales. Es mi impresión y mi esperanza.
Por otra parte, quisiera recordar
el peligro que conlleva la disminución de la clase media, porque ello deja ver
que la desigualdad entre ricos y pobre aumenta considerablemente. En España,
por ejemplo, la renta media del 10 por ciento de los que más ganaban en 2008 era doce veces superior al 10 por
ciento que menos tenía, según datos de Eurostat. El aumento de la desigualdad
en la distribución de la renta no favorece el crecimiento económico y genera
tensiones económicas, financieras y sociales, por lo que el panorama que se nos
avecina no resulta precisamente halagüeño. Al hilo de estas informaciones, se
me ocurren múltiples interrogantes: ¿qué futuro laboral y económico tendrán
nuestros hijos? ¿Qué oportunidades laborales tendrán? ¿Cómo se reestructurará
el modelo social de nuestro país en los próximos años? ¿Se generará empleo en
la clase media? ¿Podrán ir a la Universidad? Y si van ¿podrán desempeñar en
España su carrera? ¿Podrán, si quiera, soñar con ello?
La respuesta a estos
planteamientos pulula diariamente en medios de comunicación, economistas,
políticos, politólogos, sociólogos y gurús varios; aunque siempre dependerán de
la ideología que se esconda tras ellos, por lo que en estos momentos no me
queda más remedio que seguir esperando al futuro, presa del escepticismo
generalizado que me invade. Pero volvamos a lo dicho anteriormente: saquemos,
de esta dramática situación, algo bueno: la voluntad, el esfuerzo, la
conciencia, los valores, la imaginación, la educación, la fantasía, y el amor
por los demás no pueden ser embargados por ninguna entidad financiera.
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