jueves, 5 de mayo de 2011

El día que maté a Carlosherrera

Ya nada volvió a ser lo que era en mi casa. El amanecer de aquel diecialgo de mayo no tuvo como telón de fondo la inigualable melodía del individuo que movía sin parar su piquito y mostraba orgulloso su plumaje dentro de aquella jaula verde lima comprada en una tienda de  chinos de toda la vida.
Mi madre no quiso hablar, no estaba para hablar porque no tenía fuerzas. Aquel crimen la dejó aturdida unos cuantos días, y es que era ella la que le ponía a diario (a las seis de la mañana) su lechuguita fresca, le preparaba su alpiste y hasta le ponía perejil, como si de San Pancracio se tratase. Ella le animaba a piar silbando y meneando la cabeza hacia arriba y hacia abajo, como si fuera magia, y entonces Carlosherrera entraba en acción.
El ambiente de la casa era demoledor, porque mi padre estaba tan habituado a escuchar los sermones matutinos de Carlosherrera que cuando encendió la radio de dos pilas AA y escuchó la voz de Luis del Olmo no tuvo más remedio que apagarla de nuevo y largarse al bar de abajo, a despejarse un rato.
Pero yo no tuve la culpa, no quise hacerlo. A mí no me molestaba del todo que el cantar de Carlosherrera entrara a quemarropa en mi cabeza todos los días de la semana, del mes y del año a las seis de la mañana, que era la hora en que mi madre encendía la luz fluorescente de la cocina para darle a mi abuelo las pastillas de la circulación. A mí tampoco me amargaba del todo que Carlosherrera siguiera erre que erre con sus gorjeos a la hora de la siesta. La siesta, aunque no haya sido reconocida por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad, como ha ocurrido con el flamenco, es muy importante porque revitaliza cuerpo y mente. Pero dolía, dolía tener de fondo la melodía incansable de un Carlosherrera que aguantaba como si nada los treintaytantos grados al sol de verano colgadito en la terraza.
No fue eso, o sí, fue eso, claro que fue eso. Fue todo. Coño, que yo no sé cuántos años viven los canarios, pero es que hice el Bachillerato y la carrera aguantando al bicho con estrés de exámenes, con jaquecas, con migrañas, con resacas, en mis cumpleaños, con mis amigas, con todos, con todo.
Es que tienes que ser fuerte -hasta que dejas de serlo- y un día que estás sola y harta del plumoso bicho te da un ataque de ira incontrolable, un trastorno psicótico transitorio y cuando te das cuenta lo tienes tieso en la parte baja de la jaula.Yo maté a Carlosherrera. Maté a Carlosherrera con premeditación y alevosía, así que es un crimen en todas las de la ley, pero ni siquiera recuerdo el macabro momento, como en la vida misma cuando declaran algunos reos para esquivar el castigo.
Eso, por supuesto, me lo llevaré a la tumba, porque si abro el pico (pico, hasta me veo con pico) me desheredan y me destierran. Espero que a mi madre no le dé por hacerle la autopsia, ahora que mi prima está haciendo las prácticas porque ha acabado la carrera de veterinaria. Para llenar el vacío, creo que le compraré un hámster, no vaya a ser que mi padre le traiga al primo del susodicho. Lo que pasa es que en  Andalucía un canario tiene mucho tirón y un hámster no deja de ser una ratita.
 Descanse en paz. Bueno, descansará el pajarraco, porque yo me he quedado con un runrún al ver el trauma de mis padres... O yo estoy desvariando o esto es una maldición; el susodicho no me deja tranquila ni muerto.

Lo que hace una tilde, incluso en un texto ficticio.

2 comentarios:

  1. Muy bueno.
    Te he encontrado, bueno a tu blog, por casualidad. Me gusta...
    Anda... sigue escribiendo

    Fdo. El anónimo

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  2. Estimado anónimo:
    Seguiré escribiendo. Gracias por animarme.

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